Alhóndiga



No se la causa, que llegando el estío me condiciona a caminar y recrearme con mi antiguo y querido barrio de la Alhóndiga. Pasear por sus calles, parar y detenerme, observar el cambio. Son tan escasas las viviendas de mi infancia y hasta adolescencia, que quedan en pie, que siento esa rara sensación de pérdida. Es como si me hubiesen robado algo mío, que me pertenecía por haber formado parte de mi vida.

Pero tengo que confesar que esa tristeza se convierte en gozo, cuando afloran cual cascada, todos esos recuerdos que alberga esa común a todos que es la menoría. Me recreo en tal o cual calle ,y rearmo ,rehabilito como eran esas calles y casas cuando de niño correteaba por ellas, y con los ojos enrojecidos paso revista de punta a punta a ellas, tan embarradas en invierno y tan polvorientas y secas en verano. Veo a sus moradores sorteando charcos, limpiándose el barro, y maldiciendo el intenso frio invernal. Las prolongadas y casi interminables lluvias, el gozo de la nieve y aquellas moldeadas figuras que Natalia, la hija de Dionisia y Saturnino que con habilidad y soltura realizada con esa nieve blanca y pura. Cuantas bolas de nieve no habrán descendido por calles del barrio, bolas que cada milímetro de recorrido iban creciendo hasta alcanzar una altura mayor que la de esos inquietos niños que la hacían rodar. Nieve que permanecía semanas sin derretirse.

Charcos de agua helada que nos permitían patinar por ellos y que ocasiono algún chapuzón no inesperado. Aquellas piras de sarmientos y algún enser en desuso dispuestas en plena calle para ser pasto de las llamas en las luminarias de aquellos febrerillos locos, en honor a la Virgen de la Candelaria que los más atrevidos saltan mostrando su vigor. Dichos que se quedan grabados; como: “Por san Blas las cigüeñas veras”. Me recompongo y veo brotar la hierba, y su grato olor, que anunciaba el fin del crudo invierno. El haz de luz solar del amanecer penetrando por aquella puerta ventanal, que junto con un pequeñísimo ventanuco soleaba dando esplendor a la reducida estancia que habitábamos. Aquellas noches primaverales y calurosas de verano que a la tibia luz de la luna y el débil resplandor de la bombilla, los vecinos se agrupaban sentados a la puerta de las vivienda, en animosa y distendida charla teniendo como testigo y muy a mano ese genial invento, el botijo, que aliviaba, junto con el gazpacho, y un trago de vino el reseco gaznate. Mientras los más pequeños intentábamos, cazar algún múrcielo o saltamomontes que martirizar, pillar algún periquito lanzando al aire la boina del tío Colas, o grillo que tras orinarnos en su aposento salía del para afearnos nuestra mala conducta y que acababa en alguna jaula o caja. Templadas tardes imitando a toreros, con canciones tan popular como aquella de “Manolete si no sabes torear pa que te metes”en recuerdo y alusión de aquel matador de toros.

Se me aparecen personajes del barrio; el carbonero ( curiosamente él) mal diciendo el frio, a Manolo el pescadero, Concha su guapa mujer, la señora Dionisia, Campillo el de las fotos, el anciano señor Sainero, el doctor Don Martin subido en la bici pasando visita, al practicante Pedro y su colega Condes, a la comadrona Doña Asunción, al padre Olea dando la extremaunción a enfermos a punto del óbito, y como no al siempre compuesto y uniformado Jerez, cuyo nombre lo identificaba con los municipales uniformados es decir: yo a los guardias municipales los llamaba jereces….pero uno en especial, (rochanin) Rochano San José, maestro albañil, recientemente fallecido siempre en bici subiendo y bajando la empinada calle Leganés y Estudiantes.. la tía Polonia, la señora Lucia, no Lucía, autora de mi apodo Fanegas…Y tantos personajes que me es imposible describir.

Pero hay tres lugares donde hago una más prolongada estancia son; la tienda de Juanito, el edifico esta tal cual antaño, la ermita de san Rafael, y la conocida “casa grande” hoy un solar. Cierro los parpados y veo la menuda figura del señor Juan, tras el mostrador guillotinando aquellas enormes piezas de bacalao, me veo hurtándole el chocolate, que parecía puesto a propósito para que yo lo cogiese. Después me entere que así era..en algunos casos. La casa grande, con la primera tienda de ultramarinos, después la pescadería de Manolo, que junto con su joven y guapa mujer Concha atendían, y pegando a ellos lindando con la casa de la familia Sainero, la peluquería que luego fue una taberna de un nombre tan nuestro como “la guitarra”. Y qué decir de la ermita de San Rafael, primera escuela, hasta que su mal estado obligo a abandonarla. Cuantos juegos y sueños en ese lugar hoy remodelado y hermoso. Cuantos sustos, tropezones y arañazos, carreras alrededor de aquella derruida ermita.

En esta hoy vistosa plaza, dedicada al cura Rufino, donde se elevaba aquel erguido y pulido palo (cucaña) embadurnado de grasa y en la picota un jamón de los de entonces y la enseña española, animaban a los más jóvenes a gatear en pos de apropiarse del sustancioso premio. No era fácil a los primeros intentos y allí aparecía expuesto, en espera a que la temperatura ambiental fuese derritiendo o descargando la materia grasa para una mejor escalada…Cuantos recuerdos. Eran fiestas, las fiestas del barrio, más barrio de todos los barrios. La alhóndiga.

Son recuerdos de mi infancia.

Aquellas calles secas y embarradas.

Aroma intenso de azufre y fresno.

Paseos por la estación para aliviar la tosferina.

Ojos irritados por la carbonilla.

Sin patio ni limonero.

Allí al resguardo del pozo del tío Garvía.

Retozando entre la hierba y el cenagal.

Masticábamos, la dorada mies el pan y sequillo.

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